REPORTAJE: Catástrofe en Haití
El enviado especial de EL PAÍS, Pablo Ordaz, cuenta sus primeras impresiones sobre la devastación que asola la capital haitiana tras el terremoto del martes.
Bajo un toldo, al final de la calle, está la familia de Pierre. Una familia de 30 miembros. El mayor, acostado sobre una cama rescatada del desastre, es el padre de Pierre, de 66 años y un cáncer de próstata. A su lado, un bebé, y luego toda una colección de niños y muchachos magullados, de madres asustadas y de abuelas que improvisan un guiso de frijoles sobre unos carbones ardiendo. Esta noche será la segunda que pasen al raso. Ellos y todos los vecinos de Puerto Príncipe. Muchos, porque se han quedado sin casa. Y otros, porque ya no se fían de la suya. La galería de imágenes que ofrecen las casas azotadas por el terremoto es sobrecogedora. Hay algunas que increíblemente no han caído, pero que amenazan con hacerlo de un momento a otro. Cuando llegan a su altura, los pocos conductores que aún tienen la suerte de poder circular -salvo el miedo, en esta ciudad escasea casi todo- aceleran a fondo y aprietan los dientes.
Nadie es capaz todavía de establecer la magnitud de la tragedia. ¿Cuántos muertos, cuántos heridos? Lo que sí sabe todo el mundo es que no hay nadie que no haya sido visitado de cerca por la muerte. Joselyne, un vecino de la colonia Delma 19, estudiante de Medicina en la vecina República Dominicana, dice que un vecino suyo, emigrante en Francia, se quedó de pronto solo en el mundo. "Su mujer y sus hijos, seis en total, fueron atrapados en el interior de su casa, aquella que usted ve allí, y fallecieron. Imagínese". No hace falta darle mucho pábulo a la imaginación. El dolor más terrible, la tragedia más absoluta sigue desarrollándose en la capital de Haití. Justo en este momento, cuando se termina de escribir esta crónica, un nuevo temblor ha hecho que los periodistas reunidos en torno a la piscina del hotel Creole nos hayamos tirado al suelo instintivamente. Ha durado un segundo, tal vez dos. Suficiente para apenas atisbar lo que aquí sucedió el pasado martes, lo que todavía sucede, lo que siempre seguirá sucediendo en un país condenado a no tener esperanza.
Como a duras penas la consiguen tener los heridos que se hacinan en la puerta de hotel Creole. Están tirados en el suelo, tapados con sábanas llenas de sangre seca, asistidos -sólo de vez en cuando- por enfermeros que no tienen más remedio que curarlos a la vista de todo el mundo. Claire Marie tiene 22 años y dos hijos, uno de tres años y otro de cinco. Cuenta que su marido murió en el terremoto y que sus dos hijos, que la miran abriendo mucho los ojos, sufrieron contusiones y quemaduras en los brazos. "Yo había ido a hacer la compra cuando la tierra tembló. Ya venía de regreso. Me encontraba a apenas 200 metros de mi casa. Me caí varías veces, no podía creer lo que estaba sucediendo. Cuando logré reponerme, tiré las bolsas y salí corriendo con mis hijos en el pensamiento. Cuando llegué a la casa me los encontré en la puerta. Se salvaron, aunque heridos, porque estaban jugando en el jardín. Mi marido no tuvo suerte. Aún está entre las ruinas de la casa". Claire Marie ni llora.
Sólo al final de la tarde, una misión de la ONU -escoltada por cascos azules de Nepal- se acerca a atender a los heridos. No se puede decir que el mundo haya abandonado a Haití, pero sí que no esta siendo lo eficaz que esta catástrofe requería. En el aeropuerto ya había ayer por la mañana aviones de ayuda franceses, belgas, brasileños, por supuesto dominicanos. Pero en las calles, los vecinos se sienten solos. Y cuando lo expresan ante la prensa extranjera lo hacen con resignación, como si nunca hubiesen esperado nada del mundo. "¿Van a contar ustedes cómo estamos?", explica Bertrand, un joven que busca cadáveres en las ruinas de una escuela infantil. "¿De verdad que lo van a contar?", insiste con una buena ración de escepticismo, "¿o se irán de aquí en cuanto ya tengan suficientes fotos?".
La situación de Puerto Príncipe aún puede empeorar. Durante todo el día de ayer, unas nubes que amenazaban lluvia se pasearon por el cielo. Si llueve, el peligro de las epidemias será mucho mayor. Pero, sobre todo, dejará sin escapatoria a los cientos de miles de vecinos, muchos de ellos heridos o magullados, que por el momento no tienen otro remedio que dormir a la intemperie. Si se tratase de otro país, aún se podría apelar a la suerte. Pero tratándose de Haití, lloverá.
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